August 26, 2017 | Author: Germán Flores Muñoz | Category: N/A
1 1 REFLEXIONES SOBRE LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA PSICOTERAPIA EN LA ERA DE LA GLOBALIZACIÓN Alberto Fern&aacu...
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REFLEXIONES SOBRE LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA PSICOTERAPIA EN LA ERA DE LA GLOBALIZACIÓN Alberto Fernández Liria Psiquiatra Coordinador de Salud Mental del área 3 de Madrid Hospital Universitario Príncipe de Asturias Universidad de Alcalá
Publicado como: Fernández Liria A. Reflexiones sobre la función social de la psicoterapia en la era de la globalización. Átopos. 2(1). Octubre de 2004 ISSN: 1696-3202
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2 Psicoterapias La palabra psicoterapia se utiliza en nuestra cultura en contextos muy diferentes y para designar prácticas muy distintas. Desde luego, no es mi pretensión discutir la legitimidad de ninguno de estos usos. Pero buena parte de las polémicas que en los últimos años se han desatado alrededor del término ignoran, deliberadamente o no, estas diferencias y la confusión resultante de esta ignorancia ha transcendido los medios profesionales para acabar por afectar a debates de más calado referentes al papel del Estado, del respeto a la libertad individual, la gestión del malestar y la vida privada. En lo que sigue intentaré perfilar los límites de la acepción de la palabra psicoterapia que hace referencia a la práctica de los profesionales del sector público de atención a la salud, para esclarecer sus implicaciones en algunos de estos campos y deslindarlos de los que derivan de otras acepciones diferentes. Para lo que aquí nos ocupa deberemos distinguir en primer lugar entre dos tipos de actividad psicoterapéutica. En primer lugar se llama psicoterapia a un conjunto de prácticas aceptada como tratamiento de una serie de trastornos mentales. Pero también se llama psicoterapia a prácticas que tienen finalidades muy diferentes que persiguen objetivos como el autoconocimiento, el desarrollo personal, la búsqueda de la felicidad o el acceso a experiencias particulares. Esta diferencia se da en el seno de casi cada una de las diferentes escuelas o modelos psicoterapéuticos. Separa, por ejemplo, la psicoterapia psicodinámica que propone Kernberg para el tratamiento de los trastornos límite de la personalidad, de la cura psicoanalítica tipo. Separa la terapia racional-emotiva empleada por Albert Ellis en el tratamiento de un cuadro depresivo, de las prácticas del mismo nombre que realiza este mismo autor
3 desde el Instituto para la Vida Racional, con la finalidad de, efectivamente, facilitar a los interesados una vida acorde con los principios de la razón (y, por tanto, supuestamente, más feliz). Separa el uso del entrenamiento en habilidades sociales que forma parte de un programa de tratamiento conductual de la depresión, del que tiene como objeto aprender a ligar o a ser un buen relaciones públicas. Separa la intervención familiar que se produce en el marco del tratamiento de una paciente con bulimia nerviosa, de la que tiene como objeto evitar que se rompa una pareja o deje los estudios un hijo adolescente. Separa la terapia de grupo de la depresión de los grupos de encuentro... Ambos tipos de prácticas se rigen por reglas diferentes, responden a demandas sociales diferentes y ponen en juego valores sociales también diferentes. Un reciente intento de regular los requisitos de formación universitaria de los psicoterapeutas franceses (que, según esa regulación deberían ser médicos o psicólogos) ha despertado un importante movimiento en contra, que denuncia la medida como una intromisión en la vida privada de los ciudadanos, y que se tradujo, entre otras muchas cosas, en un manifiesto titulado “¡Déjennos con nuestros charlatanes!”, firmado por personas del mundo de la cultura y profesionales que afirman estar, haber estado o plantearse estar en psicoanálisis. El proponente de esta medida en el parlamento, el diputado Accoyer, la argumentó aludiendo al peligro de instrumentación de las prácticas psicoterapéuticas no regulares por parte de sectas y el afán de proteger a posibles
clientes
de
posibles
abusos
sexuales
por
parte
de
sus
psicoterapeutas. No les falta razón en sus argumentos a los detractores de la medida. Seguramente no es bueno que el Estado se emplee en determinar qué relaciones entre individuos y cuáles no son convenientes o peligrosas para
4 ellos mismos, como tampoco lo es que determine que textos es peligroso leer, que películas ver, o qué sustancias es peligroso consumir voluntariamente. Y más cuando el referido manifiesto dice explícitamente: “Pero si vamos a un "psi", no es por nuestra salud mental -que no es tan mala que digamos, gracias-, sino porque queremos hablarles de nuestras preocupaciones familiares, amorosas, profesionales, sociales, o porque buscamos algo de nosotros mismos por opaco que sea. No creemos que algunas sesiones con algún “especialista competente” en nuestros "síntomas" sirvan lo mismo. Penas de amor, duelos, inhibiciones profesionales, artísticas, sexuales, pérdidas de empleo (sobre todo ahora), sentimiento de repetición: nada de todo esto depende de "la enfermedad", de la "autoridad sanitaria" o del control del estado. Pensamos que vale más que éste renuncie al proyecto de "regular" nuestro "sufrimiento psíquico". Para ello, preferimos ir a ver libremente a nuestros psi”. Para los firmantes del manifiesto, pues, uno puede acudir a un psicoterapeuta, bien porque tiene una enfermedad o, al menos, un problema con su salud mental (lo que, según el manifiesto, parece que tendría algo que ver con la “autoridad sanitaria” y, quizás podría someterse al “control del Estado”) o bien puede acudir a él para poder, literalmente, “hablarle de sus preocupaciones (...)duelos, inhibiciones profesionales, artísticas, sexuales, pérdidas de empleo (...), sentimiento de repetición...o para “buscar algo de sí mismo” En definitiva, uno puede pagar a alguien que le escuche profesionalmente como un medio de afrontar el "sufrimiento psíquico" que es connatural a la especie humana. Lo que delimita uno y otro campo es el
5 concepto de enfermedad o trastorno mental y a él dedicaremos la primera parte de este trabajo.
Enfermedad Una visión constructivista de la enfermedad en general, nos permitiría definir ésta como un estado involuntario e indeseable, que produce un malestar frente al que una sociedad está dispuesta a articular un procedimiento que incluye exención de obligaciones, provisión de cuidados especiales y actividades de sanación (en nuestra cultura, médicas) encaminadas a resolverlo o paliarlo Desde esta perspectiva, la determinación de qué condiciones van a ser consideradas como enfermedad y cuales no, corresponde a cada sociedad. Por eso hay sociedades en las que determinadas condiciones, que en otras son consideradas normales (y, a veces, incluso deseables), son consideradas enfermedades. El padecimiento de una enfermedad reconocida como tal en un entorno social dado, permite en ese contexto, que, quien la sufre, adopte el rol de enfermo. Parsons (1951) caracterizó este rol de enfermo porcuatro funciones: 1) Eximir de ciertas obligaciones sociales, 2). Eximir de responsabilidades, 3) Ser considerado en un estado definido como no deseable, que debe ser erradicado lo antes posible y 4) Ser considerado con necesidad de ayuda. La delimitación de la enfermedad en general de lo que no lo es, depende, según esto, de una decisión que sería mejor entendida como política o, en todo caso, cultural que como resultado de una investigación científiconatural.
6 La distinción entre diferentes enfermedades adquiere sentido en la medida que sirve para poner en marcha distintos procedimientos y para hacer predicciones sobre cuáles serán los resultados obtenidos con estos. Los mayas saben qué hacer y que cabe esperar que suceda con los espantos y qué hacer con los males echados o el k’ak’al ontonil o ek ti’ol (Fernández Liria, 1995). Nuestras familias y médicos saben que hacer y que cabe esperar que suceda con la varicela y qué hacer con el síndrome de Down, la tuberculosis o los ataques de pánico. Por eso, aunque tengan el mismo agente causal la varicela y el herpes zoster son enfermedades diferentes. Según este modo de ver las cosas, podríamos decir que, en nuestra cultura, las enfermedades son constructos, referidos a condiciones en las que un individuo experimenta un malestar sobre el que existe un consenso en la idea de que debe ponerse en marcha un procedimiento, que incluye la intervención del sistema sanitario, y que permiten hacer predicciones sobre las actuaciones de los médicos. No hay especies morbosas escondidas en alguna parte de la naturaleza esperando a encarnarse en enfermos como soñó Pinel y como, en buena medida, sigue soñando la corriente hegemónica de la Psiquiatría de la que él fue precursor. No hay nada mas allá de los enfermos. Es la acción de los médicos y los resultados que se espera emanen de ella, la que distingue unas enfermedades de otras. La aseveración de que un enfermo es aquél que va al médico, es más que una tautología. No hay nada de sorprendente en el hecho de que si queremos estudiar la epidemiología de los trastornos mentales debamos resignarnos a que la definición de caso psiquiátrico deba hacerse en términos de aquél sujeto que padece un malestar ante el que los médicos
7 indicarían un procedimiento de tratamiento o cuidados (Goldberg y Huxley 1992). Si los psiquiatras hubiéramos aceptado esta hipótesis, lo lógico hubiera sido construir nuestra nosología más a partir de lo que experimentamos al intervenir que a la observación, pretendidamente neutra, de los síntomas. No es nada que no se haga en otras disciplinas médicas que han extraviado menos su rumbo que la psiquiatría. Los cánceres de mama no se clasifican por la dureza o la proximidad a la areola del tumor. Se clasifican en grado I, o grado n según lo que la práctica indica que es la respuesta esperable a cada uno de los procedimientos disponibles para actuar sobre ellos. Y esa clasificación, permite determinar cuál es el protocolo que va a aplicarse a una paciente dada y que cabe esperar que suceda con ella. Lo que significa: qué parece más probable que suceda con ella a la vista de lo sucedido con otras pacientes similares. El pragmatismo de los cirujanos ha enseñado a los oncólogos a dirigir su pensamiento de la intervención a los síntomas, mas que de los síntomas a la intervención. Pero, en Psiquiatría sucede, hoy, exactamente lo contrario, y eso ha contribuido no poco a sembrar la confusión que impregna polémicas como la que aquí nos ocupa. Poseídos por la falacia pineliana, según la cual la atenta observación de los síntomas hará dibujarse a los ojos de los clínicos las especies morbosas existentes en la Naturaleza, igual que la atenta observación de los vegetales hizo que apareciera la de las especies de ese reino a los ojos de Linneo, los psiquiatras se esfuerzan por observar los síntomas esperando que estos (convenientemente pasados por el cluster analysis) dibujen solos entidades para las que ya alguien (¿La industria farmacéutica, quizás?)
8 encontrará después remedios apropiados. Sin embargo es cada vez más evidente que los intentos de encontrar remedios cada vez más específicos para cuadros cada vez mejor definidos han fracasado. Los remedios mas específicos han resultado aplicables para cuadros que no tienen relación entre sí en nuestras nosologías. Los inhibidores de la recaptación de la serotonina hicieron su parición en el arsenal terapéutico de los psiquiatras – y en el mercado – como fármacos que pretendían actuar de un modo más específico sobre los mecanismos que se suponían en la base de los trastornos depresivos. Hoy son los fármacos considerados de primera elección en los trastornos depresivos – no en todos – en el trastorno de angustia, en el trastorno obsesivo compulsivo, en el trastorno post estrés traumático, en los trastornos de la personalidad, en los trastornos de la conducta alimentaria, en diversos trastornos del sueño, en algunos dolores crónicos... Lo cual puede que haya sido bueno para la industria que los produce, y para los pacientes que se benefician de ellos, pero, desde luego, no ha confirmado la idea de que el refinamiento diagnóstico permitirá el desarrollo de fármacos más específicos, sino todo lo contrario. Y esto no ha sucedido sólo con los psicofármacos. Es bien conocido el caso de Cristopher Fairburn (1991, 1993), quien para proporcionarse una intervención placebo manualizada con que comparar la terapia cognitivo-conductual (TCC) de la bulimia nervosa decidió utilizar el manual de terapia interpersonal (TIP) de Klerman (Klerman, Rousanville, Chevron, Neu y Weissman 1984) para el tratamiento de la depresión. Lo que sucedió fue que, aunque la TCC producía mejores resultados al terminar las 18 sesiones de tratamiento, los resultados a 6 y 12 meses de las pacientes que habían recibido TIP (que seguían mejorando después de terminada la terapia,
9 probablemente porque la relación con su medio había cambiado), eran incluso mejores. De este modo, Fairburn descubrió (que no inventó) la Terapia Interpersonal de la Bulimia Nervosa. Tampoco se trata de algo tan raro. En realidad también el efecto antipsicótico de la Clorpromazina fue un descubrimiento casual. Desde luego, podemos congratularnos de tales descubrimientos. Pero, aunque nos sirvan para atender mejor nuestros pacientes, lo que es seguro es que muestran que en nuestro trabajo como clasificadores, hemos errado desde la base. Y ello puede tener otras consecuencias adversas. La investigación en el terreno de la psicofarmacología se ha visto sólo relativamente encorsetada por esta falacia pineliana, que si ha limitado posibilidades de reflexión (Lamas, 2002, Mata Ruiz y Ortiz Lobo, 2003) no ha impedido el desarrollo de procedimientos muy sólidos de legitimación de los tratamientos que han permitido avances innegables. En el terreno de las intervenciones psicosociales los efectos de esta falacia están siendo devastadores. Guiados por ella se pretende organizar la investigación sobre la eficacia de las intervenciones psicosociales (y, posteriormente, establecer su indicación y su pago) a partir de las categorías delimitadas por los flamantes nuevos sistemas consensuados de clasificación. Las diversas listas de psicoterapias empíricamente validadas que han reunido diversos grupos de presión (entre los que destaca la Asociación Americana de Psicología) están configuradas de este modo, y tienen como epígrafes diversas categorías del DSM bajo las que figuran listados de intervenciones que generalmente comienzan
con
la
expresión
terapia
cognitivo-conductual
o
terapia
interpersonal, se siguen del nombre de una categoría del DSM, y acaban con
10 una desinencia que hace referencia a grupo de población definido de un modo cada vez más restrictivo, como “...para adolescentes embarazadas” o “...para mujeres ancianas”. Hasta que los grupos encabezados por Beck (1979) y Klerman (Klerman, Rousanville, Chevron, Neu y Weissman 1984), a cuya orientación aluden estos prefijos (terapia cognitivo-conductual y terapia interpersonal), decidieron, en los finales de los 70, someter su trabajo a la prueba del ensayo clínico aleatorizado, había un consenso entre los psicoterapeutas acerca de que las categorías diagnósticas, tal y como las dibujaban las clasificaciones, no eran una guía útil para el trabajo práctico con los pacientes. Hoy se han propuesto múltiples sistemas de constructos que sí lo son, y que han conseguido, muchas veces a través de un trabajo finísimo de investigación, dotarse de un respaldo empírico. El grupo encabezado por Norcross (2003) en la Asociación Americana de Psicólogos ha revisado buena parte de esta literatura. Pero la falta de correspondencia entre estos sistemas y las clasificaciones al uso, hace difícil que este trabajo pueda pasar el filtro que la comunidad psiquiátrica neopineliana está organizando para imponer, bajo la bandera de la medicina basada en las pruebas, a toda información que pueda llegar a sus miembros. Contra lo que a veces se ha querido ver, las anteriores reflexiones no versan acerca de la existencia o no de las enfermedades, sino sobre su naturaleza. Claro que existen las enfermedades. En toda cultura se ha reconocido siempre un repertorio de ellas. Lo que se pretende aquí es que tal repertorio surge de un proceso de construcción social, y no de la capacidad de cada cultura de observar –“objetivamente” - la Naturaleza. Y que ser conscientes de esta naturaleza, puede servir para orientar la investigación
11 sobre la práctica de los clínicos en general y de los profesionales de la salud mental de un modo útil. Pero el hecho de que los psiquiatras clínicos se hayan estrellado reiteradamente en su intento de sustanciar estas entidades naturales que han pretendido que son las enfermedades1, no ha llevado a revisar la idea de que las enfermedades tengan esa naturaleza, sino a sostener un especie de pudor por el que la comunidad psiquiátrica ha decidido abrigar bajo el tímido manto de la palabra trastornos, a su parecer2 menos comprometida que la de enfermedad, el objeto de su práctica. Se ha desperdiciado así la ocasión de aportar al resto de la Medicina una importante reflexión sobre la naturaleza de la enfermedad, y se ha abierto la puerta a confusiones como la que se aloja en la base de la polémica a la que ahora nos referimos. A este respecto quizás convenga recalcar que, desde el punto de vista que aquí sostenemos, las enfermedades mentales son como las demás, ni un pelo más inmateriales o menos enfermedades. Pero porque las otras son como vemos estas. No porque vayamos a acabar viendo éstas como vemos las otras. Ni que decir tiene que el consenso social – la decisión política si se quiere – por la que constituye una enfermedad, o, mejor, por el que se pasa a considerar enfermo a alguien, no opera, como nada de lo referente a la interacción entre seres humanos, sobre el vacío. El malestar que sufre el enfermo podrá ser entendido como resultado de una alteración particular en la 1
Siempre hemos estado a punto, pero sin lograr que el último medio diagnóstico nos coloque la esquizofrenia delante de los ojos por encima del confuso gemido de los esquizofrénicos particulares que nuestro pobre conocimiento de ésta nos obliga a escuchar resignados 2 La utilización de términos que en manos de los psicopatólogos del siglo pasado remitían a ricos sistemas de significados no debe llamarnos a engaño. Aquí vienen a tapar vergüenzas, no a sostener ideas. Para esto son tan inútiles como las hojas de parra que tenían la misma función en las estatuas griegas lo eran para producir vino.
12 relación entre el organismo y su medio, que amenaza la supervivencia de éste o de los organismo de nivel inferior que constituyen su soma y de cuya acción coordinada surge el organismo del nivel superior (las células en el caso de los animales) (Cordón 1966, 1979, 1981; Colodrón 1966, 1976). El consenso social lo que determina es que sea precisamente esta y no otra incidencia en ese proceso de interacción entre el organismo y su medio que constituye la vida, la que sea considerada una enfermedad. Pero, dados los prejuicios que la psiquiatría mal llamada “biológica” 3 ha conseguido sembrar al respecto, quizás convenga recordar que lo que el medio animal en el que se desenvuelve el ser humano tiene de específicamente humano es el hecho de estar – por utilizar la expresión de Faustino Cordón (1979, 1981) – trabado por la palabra y eso tiene sus repercusiones sobre los modos en los que podemos entender tanto el funcionamiento normal de su organismo, como los posibles modos de alterarse, y, desde luego, lo que convierte en mentales a lo que llamamos trastornos mentales. En los próximos párrafos intentaré esbozar esta idea que ya he expuesto en otro lugar (Fernández Liria, 2003).
Por la biología a la pragmática Una de las teorías sobre el origen del lenguaje (y del ser humano) nos retrotrae a la existencia de una manada de monos que se ve obligada a abandonar la vida segura en los árboles para buscar alimentos en el suelo de la sabana (Cordón, 1979, 1981). La alta hierba que cubre este suelo condiciona dos fenómenos. En primer lugar, la postura erguida, procurando elevar la vista 3
Una psiquiatría que se ha arrogado este adjetivo por haberse dedicado al estudio de las sustancias de desecho de los seres vivos sin haberse tomado la molestia de articular un concepto de ser vivo o de organismo
13 por encima de la hierba. De este modo los miembros de la horda podrían, por un lado, mantener contacto visual y, así, preservar la cohesión del grupo necesaria para la supervivencia de un animal gregario; además esto les permitirá avistar la posible aproximación de algún depredador. Tendrá además un tercer efecto: liberar las extremidades anteriores (ahora superiores) de sus funciones en la deambulación y permitir su empleo en el manejo de útiles para la recolección (y, más tarde, en la preparación) de alimentos. Los dos primeros de estos objetivos (mantener el contacto entre los integrantes de la horda y alertar de la presencia de peligros u otros acontecimientos importantes) serán abordados, a la vez, por un segundo mecanismo. El grupo, a diferencia del de sus antecesores arbóreos, deberá moverse silenciosamente para no atraer la atención de posibles depredadores que, aquí en el suelo, podrían alcanzarlos. La emisión ocasional de sonidos significativos a través del aparato fonador de los integrantes del grupo permitirá también alertar a cada individuo ante posibles alejamientos del grupo cuando la vegetación impida el contacto visual o cuando la vista haya de ser empleada en la búsqueda de alimentos, y se convertirá en un instrumento clave para conseguir la cohesión grupal. La posibilidad de emitir sonidos diferenciables permitirá que éstos se conviertan no solo en un instrumento de localización de los miembros del grupo, sino que además informen a éste de la incidencia de acontecimientos relevantes. Un tipo de sonido alertará, por ejemplo, de que ha sido avistado un depredador u otro peligro, y otro de que ha sido descubierto una fuente importante de alimentos. Los sonidos se convierten, así, en significantes de tales situaciones.
14 Estos sonidos evocan en los individuos del grupo las respuestas emocionales y comportamentales correspondientes a la percepción de un estímulo al que, en realidad no han accedido directamente. La progresiva diferenciación de la gama de sonidos emitibles y reconocibles por la horda llegará a convertirlos en significantes por un lado de seres (león, fieras...) y por otro de procesos (correr, comer, caer, arder…). Seres y procesos podrán en lo sucesivo ser evocados y relacionados entre sí independientemente de que estén presentes o no en un momento dado. Este proceso, que culminará —en el medio protegido que el manejo del fuego proporcionará al homínido— con el inicio del lenguaje propiamente dicho, tiene consecuencias importantes. En primer lugar la relación con el medio animal en el que se desenvuelve la vida de cada uno de los integrantes del grupo se va a dar inevitablemente, a partir de entonces, a través de un instrumento generado en la interacción entre los miembros del grupo —el lenguaje—, que lo hace aprehensible —y manejable— en términos de seres y procesos. Al contacto con el ambiente no mediado por el lenguaje (no socializado por tanto) pertenecen las excepcionalísimas experiencias de lo innombrable (lo que los lacanianos llaman lo real o lo siniestro, a lo que se refieren escritos como los de Lovecraft), o lo que sufren los paciente psicóticos. En segundo lugar, esta necesidad de "completitud" del lenguaje obligará a articular algunas categorías de seres particulares como los que se designan con los pronombres personales (yo, tú, él o ella...). La necesidad de reconocer un yo, origen de acción y experiencia, referible como un tú o un él, e integrable en un nosotros, vosotros, o ellos, por el resto de los miembros del grupo, es decir, la constitución, como efecto del lenguaje —o sea, de un fenómeno
15 social— de un sujeto propiamente humano, abrirá un mundo de posibilidades y de problemas. Buena parte de los fenómenos que atendemos en la clínica pueden entenderse como fracasos en este proceso de constitución o como delimitaciones ineficientes, por no compartidas con las del resto del grupo (como sucede por ejemplo con los que llamamos alteraciones de los límites del yo o con las atribuciones de intencionalidad que hacen sobre otros algunos pacientes delirantes). El lenguaje se convierte en un instrumento de cooperación que permite anticipar situaciones y hacer colectivamente proyectos que permiten un dominio y una capacidad hasta entonces desconocida de trasformar el medio, (que no por ese motivo deja de ser un medio animal sobre el que un organismo animal, que surge de, y guía, la acción concertada de organismos celulares, actuando para procurarse alimento mediante movimientos mecánicos: el habla se produce mediante el movimiento de un conjunto de músculos y se percibe por la acción mecánica de una vibración sobre unos órganos de los sentidos). Lo que de esto es relevante para lo que aquí estamos tratando es que el ser humano, desde que lo es, accede a su realidad a través del lenguaje. De algún modo la vive contándosela, haciendo —decimos— que las cosas cobren sentido para él o ella. El desarrollo de este proceso a nivel ontológico ha sido estudiado por autores como Vigostky e intuitivamente utilizado en psicoterapia por psicólogos como Meichenbaum. La realidad que vive el paciente es la que él mismo se cuenta sobre los elementos del medio con los que se relaciona. Por supuesto, la historia resultante depende de cuales son estos elementos de la realidad (no estamos proponiendo una óptica solipsista). Pero, al menos algunos de estos elementos pueden ser, en función de esta historia (de esa
16 narrativa), vividos, por ejemplo, bien como amenazantes, bien como objetos de curiosidad o bien como estímulos para la acción, y pueden producir bien miedo, bien asco o bien solidaridad. Lo que llamamos "yo" y lo que consideramos "otros" son también elementos de nuestro medio a los que nos acercamos a través de esas historias que nos contamos y que, de algún modo, somos.
Enfermedades/trastornos mentales Lo que llamamos trastornos mentales son narrativas que producen sufrimiento evitable (como sucede con lo que en su momento se llamaron trastornos neuróticos) o evocan mundos no compartibles con los del resto de los miembros de la comunidad y que impiden, por tanto las actividades de cooperación o enfrentan al sujeto con el resto de sus integrantes (como sucede con lo que llamamos trastornos psicóticos). Quizás convenga aclarar aquí que esta naturaleza narrativa es lo que convierte en "mentales" a los "trastornos mentales". Lo "mental" (lo “narrativo”) se refiere al escenario, no a la causa. La causa de un delirium puede ser una intoxicación, una deprivación de una sustancia o una infección. Y su tratamiento consiste en actuar sobre la causa o sobre los mecanismos por los que ésta actúa. Sin embargo consideramos que el delirium es un trastorno mental. Y lo hacemos porque lo que llamamos delirium consiste en que el sujeto vive una historia no compartida. O sea, porque tiene una naturaleza narrativa. Porque lo que los distintos trastornos mentales tienen en común es, precisamente, esta naturaleza narrativa: decimos que un paciente está desorientado si vive (o sea se cuenta a él y nos cuenta a nosotros) que está en
17 un momento o en un lugar diferente del que nosotros nos contamos que estamos; otro delira si se cuenta y nos cuenta a nosotros una explicación diferente de la que nos daríamos la mayoría para dar cuenta de una serie de acontecimientos; un paciente tiene obsesiones si no puede dejar de contarse algo pesar de poder contarse también lo contrario, tiene fobias si vive (cree, se cuenta) como peligrosas determinadas situaciones aunque sepa que no tendría motivos para ello... La Psiquiatría pretende una intervención sobre estas narrativas "indeseables" para la generación de narrativas alternativas, bien a través de un proceso de comunicación interpersonal (en el caso de la psicoterapia) o de otros medios de actuación sobre el organismo (como en el caso de las terapias que pretendemos distinguir de ésta con el epíteto de biológicas, sin reparar en que podrá haber pocas intervenciones más biológicas que la psicoterapia). De acuerdo con la definición constructivista de enfermedad que proponíamos más arriba, una narrativa pasa a ser considerada una enfermedad (mental) en el momento en el que se produce un consenso social en que, efectivamente, se trata de algo indeseable y existen, por un lado, la posibilidad de hacer algo por remediarla y, por otro, unas personas a las que esa cultura les encomienda la función de hacerlo (médicos, psicólogos, chamanes o brujos...). La psicoterapia es, así, uno de los procedimientos de los que los agentes sanitarios – reconocidos como tales - disponen en nuestras sociedades para actuar sobre las situaciones sobre las que existe un consenso en considerar enfermedades – o, vergonzantemente, trastornos – mentales. O mejor, para procurar que las personas a las que estas sociedades ha
18 concedido el rol de enfermo, puedan salir de él – y de los beneficios que les confiere – o mitigar el sufrimiento que conllevan. No es sólo que la sociedad en su conjunto, o los poderes que ostentan su representación tengan algo que decir en su regulación. Es que están en la base, en el fundamento mismo de su existencia. Aunque la salud no fuera un derecho que el Estado tiene la obligación de garantizar ( a veces, a través de la psicoterapia). Que, al menos en la Vieja Europa, lo sigue siendo.
La otra psicoterapia El único modo de aprender el significado de las palabras es estudiar su uso. El término psicoterapia, como señalábamos al principio de este trabajo, es de uso frecuente en diferentes contextos de nuestro entorno: aparece en las placas que rotulan las puertas de gabinetes de profesionales de muy diversa formación que ofrecen actividades muy diferentes entre sí, en los anuncios por palabras de los periódicos, en los tablones de anuncios de los gimnasios y las tiendas de fotocopias o en las hojas volantes que pueden recogerse gratuitamente en las repisas que suele haber a la entrada de los restaurantes vegetarianos... En estos contextos, el término hace referencia a algo diferente de aquello a lo que nos referíamos en el apartado anterior. Aquí – como en el psicoanálisis clásico - se hace referencia a una relación privada entre un sujeto que, exclusivamente4, por motivos también privados, decide valerse de los servicios profesionales de alguien que ofrece, a cambio de una retribución, su tiempo y sus capacidades, para dedicarlos a establecer con él un tipo especial
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La psicoterapia de la primera acepción también incluye un contrato privado. Pero, en ella, el contrato privado se aplica para resolver un contrato social, por el que el beneficiario es un enfermo
19 de conversación5, de la que el sujeto espera obtener algún beneficio para sí. Este beneficio podrá ser conceptualizado en términos muy diferentes: autoconocimiento, crecimiento personal, aprendizaje o incluso curación (¿De qué, si no hay enfermedad?) o mejora de la salud... Pero, en cualquier caso, la relación no se funda en el consenso de que el demandante de ayuda pueda ser considerado enfermo, sino en su deseo de servirse de la ayuda del otro y su aceptación de las condiciones que el profesional propone (incluido el pago6). La relación entre el psicoterapeuta, en esta acepción, y su cliente es semejante a la que establecen con los suyos asesores fiscales o financieros, entrenadores, profesores particulares de música o equitación, peluqueros, sastres, masajistas, prostitutas, decoradores, asistentas o cirujanos estéticos... El cliente adquiere en unas condiciones contractuales concretas los servicios del otro porque cree que le van a resultar beneficiosos y sin tener que dar a nadie explicaciones de por qué lo hace. Aunque puedan encontrarse antecedentes históricos a esta práctica (Foucault, 1991, Rendueles 1997), la psicoterapia en esta segunda acepción tiene poco más de cien años de existencia. Sin embargo ha tenido importantes repercusiones sociales hasta el punto de haberse convertido en un elemento clave en la definición del alma americana en un estudio tan riguroso como el de Bellah y colaboradores (1985), que en buena parte inspira las líneas que siguen.
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Si queremos referirnos a todas las modalidades posibles debe entenderse este término en un sentido muy amplio 6 el carácter fundamental del pago en el psicoanálisis tiene, precisamente su origen en el reconocimiento de este hecho, no en la pretensión de que la interpretación genética de la transferencia para ser eficaz sobre el analizando haya de haber dejado antes su huella en su cuenta corriente.
20 El contexto en el que la psicoterapia surge ha sido magistralmente descrito por Rendueles (1997): La guía psicoterapeutica de las vidas solo puede entenderse si previamente ha existido una quiebra de la idea de buena vida guiada por una voluntad libre, -no interferida por causas psicológicas -, es decir, la ruina del Proyecto Moral como cemento de lo social y su substitución por una Sociedad de los Individuos,
donde lo Bueno es aquello que
después de hecho me hace sentir subjetivamente bien,
y las viejas
virtudes morales, son descritas casi como rasgos patológicos de carácter -rigidez, inflexibilidad- y la Normalidad consiste en aceptar con gozo las adaptaciones que el mercado ordena. Esa competencia entre guías vitales morales o psicoterapeuticas resulta evidente si pensamos el poco sitio que quedaría para la búsqueda de causas psicológicas de mis acciones, para el determinismo psicológico o biológico, si el Imperativo Categórico y una voluntad no mediada, fuese el pilar central para contarnos nuestras vidas. Efectivamente,
seguirían
existiendo
fracasos
vitales
y
vidas
absolutamente desgraciadas, pero la atribución causal y el consuelo que recibirían no estarían en el plano de lo terapéutico, en la medida que dicha explicación seria aun mas invalidante, sino en el plano moral. La psicoterapia, en alguna de sus acepciones, oferta la posibilidad de suplir a la voluntad y de mitigar los efectos de la realidad sobre el sujeto. Ante la insatisfacción cotidiana o la infelicidad, ya no es necesariamente el comportamiento voluntario o la realidad lo que debe ser cambiado: puede cambiarse el modo en el que el sujeto percibe esa realidad.
21 Ha sido muy recientemente (en la década de los setenta) cuando se ha planteado en serio la necesidad de demostrar la eficacia de la psicoterapia en la primera de las acepciones que aquí hemos referido, es decir, como medio de tratamiento de los trastornos mentales. Hasta donde yo sé, no hay demostración semejante para el objetivo declarado de la segunda acepción. Al menos en lo que los efectos sobre los individuos que se someten a ella. Aunque, con toda seguridad, si la podría haber en el terreno social, cultural y político donde lo que tiene efectos no es la terapia, sino la idea de que la terapia tiene efectos en el terreno individual (lo que lleva a los individuos a buscar terapia y no otra forma de combatir la insatisfacción) (Bellah et al, 1985). En ese sentido, la terapia se ha vuelto un fenómeno de masas, al menos en los países que solemos llamar – a mi modo de ver, muy inadecuadamente desarrollados. La contratación de un psicoterapeuta individual, sigue siendo, desde luego, patrimonio de las clases acomodadas de estos países. Pero la ideología psicoterapéutica ha encontrado otros modos de hacer acto de presencia en las grandes masas. La vía por la que esto ha llegado a ser así podría representarse paradigmáticamente por el éxito arrollador del libro Tus zonas erróneas de Wayne W Dyer (1978). Hay anaqueles completos de libros de autoayuda en los grandes almacenes y éstos constituyen un importante porcentaje de los que se venden en estaciones, aeropuertos y kioscos. Se trata sin duda de un importante negocio. Conviene no precipitarse en el análisis de este fenómeno complejo. Para empezar, me gustaría aclarar que lo hasta aquí dicho, ni es ni pretendo que sea un argumento, ni contra estas prácticas psicoterapéuticas, ni contra esta
22 clase de literatura de autoayuda. Muchos de estos libros son muy buenos, están basados en una observación finísima de nuestros problemas cotidianos, y contienen ideas muy útiles y, a veces, muy bien expuestas, sobre el cambio. Los psicoterapeutas haríamos muy bien en leerlos (al menos algunos de ellos) por varios motivos. En primer lugar para aprender. En segundo porque, a poco que lo preguntemos, averiguaremos, que cuando acuden a nosotros– y ahora me refiero también a los psicoterapeutas de lo que aquí hemos considerado la primera acepción -, nuestros pacientes, antes, han leído estos libros. Y esa lectura contribuye a configurar la idea que traen a nuestra consulta acerca de que les pasa, que pueden hacer para remediarlo y qué pueden esperar de nosotros. Y condiciona, por tanto, lo que va a ser el proceso terapéutico. La referencia del ciudadano Accoyer al peligro de las sectas, sin duda, tiene que ver con este efecto social de la existencia de la psicoterapia como opción individual (o selectivamente grupal) de afrontar el sufrimiento. Efectivamente, muchas sectas han publicado este tipo de literatura en las mismas colecciones que autores tan convencionalmente científicos como Seligman (1996), Foa (1992) o Prochaska (Prochaska, Norcross y DiClemente, 1994). Pero si detrás de esas psicoterapias lo que es hay una propuesta moral, lo democrático es discutirlas, abrir un debate sobre moral, no someter su difusión a restricciones. Con la psicoterapia en esta acepción sucede lo que con el integrismo islámico (o el cristiano). Puede considerarse que su expansión es preocupante o no (eso es un juicio moral). Pero si quieren entenderse las causas de su expansión, no deben buscarse en el Corán, el Evangelio o los escritos de los psicoterapeutas, sino en el fracaso de los sistemas de valores a los que estos
23 sustituyen en las poblaciones a los que afectan unos u otros (como la democracia o el desarrollo, cuando en nombre de la democracia o el desarrollo se priva a la vez de la identidad y de los medios de subsistencia a comunidades enteras; como el individualismo ilustrado, y la moral basada en la libre elección cuando se ha alejado infinitamente a los individuos de los lugares en los que se toman las decisiones relevantes para su vida, que van siendo, cada vez más, entidades lejanas y sin control democrático como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional que deciden lo sustancial por encima de las voluntades de los gobiernos burocráticamente esclerosados aunque democráticamente elegidos.
24 Bellah RN, Madsen R, Sullivan WM, Swidler A, Tipton SM. Habits of the hearth. Berkeley: California University Press, 1985. (Trad cast: Hábitos del Corazón. Madrid: Alianza Universidad 1985). Colodrón A. La medicina cortico-visceral. Madrid: Península 1966 Colodrón A. La enfermedad como respuesta. Madrid: Ayuso 1976 Cordón F. Prólogo: significación de la técnica de los reflejos condicionados para entender el origen y naturaleza de la actividad animal. En Colodrón A: La medicina cortico-visceral. Madrid: Península 1966 Cordón F. Cocinar hizo al hombre. Barcelona: Tusquets 1979 Cordón F. La naturaleza del hombre a la luz de su origen biológico. Barcelona: Anthropos 1981. Dyer WW. Your erroneous zones. New York: Funk & Wagnalis, 1976 (Trad Cast: Tus zonas erróneas. Grijalbo, 1978) Fernández Liria A. Concepto sustantivo y concepto pragmático de la enfermedad mental. En Baca E, Lázaro J. Hechos y Valores en Psiquiatría, Madrid: Triacastela. 2003. 433-452 Fernández Liria C. Enfermedad, familia y costumbre en el periférico de San Cristóbal de las Casas. América Indígena 1995; LV (1-2): 20-47 Foa E. Venza sus obsesiones. Barcelona: Robinbook, 1992 Foucault M Saber y verdad. Madrid: La Piqueta, 1991 Lamas S. A propósito de "La Era antidepresiva de David Healy". De la Historia de la Psicofarmacología y de la industria farmacéutica. SISO Saúde 2002; 36: Mata Ruiz I, Ortiz Lobo A. Industria farmacéutica y psiquiatría. Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría 2003; 86: 49-71 Norcross JC (ed). Psychotherapy relationships that work; therapist contributios and responsiviness to patients. New York: Oford University Press, 2002 Parsons T. Illness and the role of the physician: A sociological perspective. Am J Orthopsychiatry 1951; 21: 452-460. Prochaska JO, Norcross JC, DiClemente CC. Changing for good; A revolutionary six-stage program for overcoming bad habits and moving your life positively fordward. New York: Avon 1994 Rendueles G. Psicoterapias en el Estado. En Fernández Liria A, Hernández Monsalve M, Rodríguez Vega B (coords). Psicoterapias en el sector público; un marco para la integración. Madrid: AEN 1997
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